Johannes de Silentio,
tu último guardián,
te halló en el carnicero y viejo,
no ya en el atrio episcopal,
¿ por qué el filósofo peca en necedad?
El camino del logos
empañó mis miembros,
palabras y discursos
devoraron mis tibios huesos,
sediento del instante
me volqué entre las bacantes.
Moribundo ante el impío
imploré por caridad,
me fueron dadas,
no tarde y sin alarde,
ofrendas de vicio y carne,
y con ellas,
así postrada,
su amante,
la erinia culpa
acurrucada en mi regazo,
perra,
escupes penas.
Vértigo es la casa,
mi ser la criada,
el cielo está pesado aquí debajo,
mis brazos de titán,
desmoronados,
y esa piedra que el obrero lleva al monte,
en mis manos es de hierro,
en las suyas
miel
avena
sudor
verbena.
Dando la espalda tal cual Lot
el logos ardía,
y en piedra el alma mía,
consumida en perfidia.
Bajo la argéntea mis embistes
acosaron el sueño pasajero
flagelado en el regazo
magreé mis piernas,
no son propias dije en llanto,
y en el ocaso y la mañana,
el mareo resucitaba.
En los bordes del abismo,
revuelto en temores y temblores,
noté,
estrujado el pecho,
debajo,
marejado el suelo,
Y la locura,
vecina del hombre,
burlesca,
en manta negruzca,
churrigueresca
su sien obtusa,
ojos demoniacos,
¡jaja!
sombras chinescas susurraron.
Agotado y vencido
de un golpe me arrodillo,
mi puño con rabia viaja al suelo,
lejanos,
los gritos del padre,
la furia de la sangre,
y mis ojos,
ennegrecidos.
Roído por las cenizas que la gloria deja al paso
la nausea corona mi derrota,
el fracaso diluido entre lagrimas y zozobra
cruje los dientes, Moira cegadora,
mil saetas hirientes ensombrecen mi espacio,
Dieneces mismo hubiese claudicado,
y Herodoto, mudo ante el medo,
acepta sin agrado al invasor y extranjero.
¡No más! grito al cielo
ahogado en lamentos, un remolino mis pensamientos
tan pronto dirijo la voz al padre,
el sereno se vuelve carne,
y en el pecho el sosiego
hace eco mis lamentos.
De cara al suelo,
mi voz se torna humilde
como niño ruego
¡No tardes!
padre sempiterno
que mis enemigos son el signo,
de intelectuales caro vicio.
Resignado en mi suplicio
el infinito abre su camino,
no queda más que creer
en el absurdo de la fe,
inmaculada y regia,
tu ámbito es lejano,
ni la razón o el arte alcanzan
las puertas de tu atrio
el mismo que derrumbas
ante el párroco de oficio,
pues son tus dotes conocidos
por valientes seductores
del infinito y sus favores.